Érase una vez, hace mucho tiempo, una dulce y bella joven, que estaba enamorada de la noche. Ella vivía en un pueblecito, donde había mucha vida y pasaba desapercibida. Un día, llegó a la posada del pueblo un extraño hombre, todos le llamaban "el caballero", pues vestía traje y chistera, y hablaba a todos con gran propiedad. A la joven nunca le interesaron los hombres, ella era feliz con su oscuridad, pero algo quiso que aquella noche, persiguiendo la última luz de Venus antes de que se escondiera, su brazo fuese atrapado por los delgados y suaves dedos del misterioso caballero.
-Disculpad mi atrevimiento, hermosa dama, pero llevo mucho tiempo tras vos, os he buscado durante tantos años...
La joven no entendió nada, y permaneció en silencio.
-Permitidme que me presente, soy el coleccionista de muñecas.
-Yo...
La chica dudaba en si decir su nombre, pero no tuvo tiempo a decidirse pues el joven, de un soplo, barrió la distancia entre ellos y suavemente posó sus labios sobre los de ella. En cualquier otra historia parecería un gesto bonito, en esta, significa un pacto indestructible. Ella se dejó llevar, la sensación de las caricias por su cuello, los dedos a través de su cabello... Sabía que algo estaba mal, la luna se lo gritaba, las estrellas titilaban extrañamente, pero la chica no se apartó, no lo hizo hasta que fue demasiado tarde. Abrió los ojos, y ya no había luna, ni estrellas, ni brisa, ni sonido que no fuera el de su respiración... SU única respiración. Miró directamente al sombrío caballero, que tenía su dulce sonrisa en el rostro, un rostro pálido, demacrado, casi... muerto. Unas enormes ganas de gritar se apoderaron de ella cuando aquellos insondables ojos grisáceos se clavaron en los suyos, mas no podía, no era capaz de moverse, de hacer ningún movimiento que no fuese respirar y parpadear. Entonces las lágrimas se derramaron por su rostro, y el caballero las apartó despacio, con cuidado.
-No llores mi pequeña luna... pronto serás tan hermosa como la real, será ella quien te envidie a ti.
La sonrisa no desapareció de su rostro en ningún momento, la tomó en brazos cual princesa y, en aquella habitación oscura aparecida de la nada, la tumbó sobre una blanda cama. La chica estaba inmovilizada por alguna fuerza, pero estaba viva, y a cada instante que aquel hombre loco le arrancaba una parte de su cuerpo para sustituirla por otra de tela, deseaba morir. El tiempo no existía en esa habitación, solo ellos dos. El hombre, mientras cortaba brazos y piernas y cosía sus sustitutos al nuevo cuerpo de la joven, jamás, jamás, dejó un solo instante de sonreir. Ella, mientras se retorcía de dolor internamente, guardaba con gran esfuerzo el recuerdo de la noche, de sus estrellas, de su luna...
Cuando el caballero terminó, separó su silla de la cama, y se puso en pie para admirar su obra. Ahora, el cuerpo que llacía sobre la cama no era más que una muñeca de trapo, a tamaño real, que únicamente conservaba la mente y los ojos de la anterior víctima. El vestido, blanco, brillante, de boda, cubría las costuras que unían las partes de tela al cuerpo central de la pobre muñeca. Entonces, el joven, el hombre, el caballero, se deslizó silenciosamente hasta una pared que había junto a la enorme cama, y descubrió las cortinas rojas que ocultaban una gran vidriera ojival, a través de la cual, finalmente, pudo admirar su noche. Esto, en realidad, fue lo único que impidió la muerte de la joven, si podía morir, pues con la luz que su amado astro le brindaba, contempló, en un estado superior al mayor y puro terror que se podía sentir, la colección del coleccionista de muñecas. En cada lugar, una muñeca de trapo, hermosa, sonriente, viva. Las más cercanas a ella movieron los ojos en su dirección, la observaron. Si hubiese tenido estómago, aquella escena la habría hecho devolver la comida. Giró sus ojos en otra dirección, hacia la ventana. El caballero se tumbó junto a ella, y acarició sus labios con tanta delicadeza que la muñeca, tardó mucho en darse cuenta de que, a diferencia de las demás, ella no sonreía... La besó suavemente con su boca putrefacta y la miró a los ojos. Ante la joven, el rostro del coleccionista cambió, y se volvió bello y vivo, sonriente, salió de la cama y tomó una caja que había sobre la mesa. La miró.
-No me añores... volveré pronto, mi amor.
El hombre desapareció, con su corazón latente en aquella caja, hacia un lugar que ella nunca podría alcanzar, hacia la Luna. Cada muñeca tenía su caja, unas sobre las piernas, otras en las manos, pero ninguna alcanzaba, ni lo harían, a abrir la caja que contenía su libertad. Corazones sangrantes y bombeantes... eso era lo único que se escuchaba en aquel lugar, eso... y el dulce llanto de la noche, que juró no abandonar jamás a nuestra muñeca de trapo, y jamás fue de día en aquella habitación. Jamás cerró ella los ojos, jamás, apartó la vista de la vidriera ojival, que le mostraba su único y eterno amor, aquel que tenía su corazón, la Luna.
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